El Testamento de Orfeo
“Una película es una fuente petrificante del pensamiento.
Una película resucita actos muertos. Una película permite dar la apariencia de
la realidad a lo irreal”
Jean Cocteau, El Testamento de
Orfeo.
Nacido en una
familia de la alta burguesía francesa, Jean Cocteau se reveló pronto como un
poeta precoz y brillante. Frecuentando los ambientes mundanos, artísticos y
literarios, se relacionó con Picasso, Stravinsky, Gide, Colette y muchos otros.
Su obra, proteiforme y casi tan larga como su vida, es enorme y abraza todos
los ámbitos de la creación artística. Cocteau es poeta, novelista y dramaturgo,
pero también dibujante y está muy vinculado a la creación cinematográfica. Al
final de su vida, decoró la Capilla de Villefranche-sur-Mer y, más tarde, la de
Milly-la-Fôret (concebida como “su propio sarcófago), en la que será enterrado
en 1963.
Jean Cocteau
siempre ha recurrido a la tradición literaria para construir la suya. De esta
manera, fue hasta las fuentes de Sófocles para La Máquina Infernal (1933),
hasta las de Stendhal para Tomás el impostor (1923) e, incluso, hacia la
Leyenda del Santo Grial para Los
Caballeros de la Mesa redonda (1937). Sin embargo, el artista ha sabido
añadir ortos muchos elementos para crear un corpus mitológico y mítico,
totalmente personal y coherente, como es el caso de Edipo, el ángel Heurtebise,
la diosa Minerva, la Esfinge o, incluso, la flor de hibisco u Orfeo. Se trata
de elementos que encarnan los poderes del poeta, revelador y mensajero, que
atraviesa los muros, que usa “una lengua ni viva ni muerta, que pocas personas
hablan, que pocas personas escuchan”, que pasa de un mundo al otro, sin cesar,
de lo visible a lo invisible, de la vida a la muerte. Para Cocteau, la poesía
es, ante todo, pasaje y metamorfosis, como veremos a lo largo de esta
experiencia del Testamento de Orfeo.
El mito de Orfeo
constituye una de las fuentes de inspiración más remarcables de la literatura
de todos los tiempos y del teatro moderno más concretamente. Eurídice de Jean Anouilh (1942) da
testimonio de esta evidencia. Las versiones y adaptaciones del mito órfico son
numerosas, desde el Parnaso o el Simbolismo hasta los análisis de carácter
psicológico o psicoanalítico.
En su testamento,
Cocteau interpreta su propio papel, el del poeta muerto y resucitado. Sin
embargo y, al mismo tiempo, asimila y personifica las figuras de Orfeo e
incluso la de Eurídice, atravesando el mundo de los vivos y los muertos y
sufriendo su propio juicio ante el “Tribunal Rogatorio”. Acusado de “ser
inocente” y “de querer penetrar en un mundo que no es el suyo”, el poeta
resulta condenado “a la pena de vivir”… como el Orfeo clásico, condenado a
vivir sin su Eurídice.
El poeta inicia un
peregrinaje a través de su propia vida, a lo largo de un escenario imaginario,
no delimitado, abandonado por todos y habitado por figuras míticas que se mezclan
con personajes reales que pueblan la vida y el alma del artista.
Aunque pudiéramos
hacer un resumen más o menos detallado de la película, aunque nos aventurásemos
a ofrecer posibles significaciones a la multiplicidad, casi sin fin, de los
elementos mitológicos y poéticos que la obra encierra, la verdad es que nadie
sería capaz de desvelar todo y que ningún análisis sabría estar a la altura de
este legado.
Jean Cocteau cogió
su vida personal y poética y la puso al servicio de una herencia poética sin
horizontes. Las imágenes se suceden y se superponen, sin hilo, sin historia,
sin argumento, como en un sueño; sólo por el placer de la poesía inmortal, más
allá de los mitos, mas allá de los dioses, de la vida y de la muerte.
La Perra
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