Las Moscas: situacionismo y existencialismo en escena

« Si es verdad que el hombre es libre en una situación concreta y que se elige a sí mismo en y por esta situación, entonces hay que mostrar en el teatro situaciones simples y humanas y libertades que se eligen en estas situaciones. »
Jean-Paul Sartre, « Pour un théâtre de situations »

El siglo XX supone la conmoción y el vuelco del panorama literario y artístico, el cuestionamiento de los criterios heredados y de las formas preestablecidas, de todo lo que confine la libertad individual y creadora. El siglo empieza con una gran guerra que terminará con las esperanzas de la joven generación. Todo un siglo atravesado por guerras y enfrentamientos de los que los artistas se harán eco y se convertirán en los testigos privilegiados y los garantes de la transmisión de las ideas. Asistimos también al auge científico, técnico y cultural. Mientras que la mitad de Europa moría y se batía contra sus hermanos, la otra mitad disfrutaba de la belle époque, de los viajes y del cine.

Una época tan turbulenta, cambiante y desconcertante, dará lugar al diálogo entre las diferentes formas de expresión artística que se reencontrarán unidas y que conseguirán tejer una enorme tela de araña, artística e ideológica.

A principios del siglo XX, las vanguardias se dan cuenta de los vínculos que existen entre la expresión artística y los ámbitos del saber humano, como es el caso de la filosofía, la historia o, incluso, la psiquiatría y el psicoanálisis. A ellos les corresponde conformar, a través del arte, el edificio ideológico más imponente que jamás haya conocido el hombre.
En mitad del siglo, el estudio filosófico irrumpe en el terreno artístico. Asistimos a la creación literaria por parte de filósofos y, al contrario, descubrimos artistas o escritores que interpretan el papel de filósofos.

En este contexto, en los años 40 y tras una larga tradición de literatura y teatro situacionista y del absurdo, Albert Camus y Jean-Paul Sartre harán estremecer a sus lectores y su público; harán aparecer en escena la filosofía existencialista. Se trata de exponer reflexiones sobre la condición humana, la libertad, el destino y el compromiso.
Jean-Paul Sartre publica entonces su obra Las Moscas. El drama en tres actos que representa la concepción filosófica de la tragedia clásica del mito de Orestes, saldrá a la luz el 2 de junio de 1943 en el Teatro de la Cité, bajo la dirección de Charles Dullin.


Sartre viaja hasta la ciudad griega de Argos para recuperar la figura mitológica de Orestes, restituir la voz de su hermana Electra y cuestionar el papel de dioses y reyes, el peso del remordimiento, de la culpabilidad y de los castigos impuestos a la sociedad pero, sobre todo, la propia identidad y la libertad individual.

En la versión teatral de Sartre, Orestes vuelve a Argos, acompañado de su preceptor. A su llegada, encuentra un pueblo martirizado por el arrepentimiento de sus crímenes y los de sus soberanos. La ciudad está infectada de moscas. Orestes encuentra a su hermana, reducida a la condición de sirvienta, despreciada por su madre y deseando de volver a ver a su hermano. Éste, aunque al principio se hace llamar Philèbe, es reconocido por la muchacha que lo anima a vengar la muerte de su padre. Orestes asiste a un ritual que se celebra todos los años para dejar salir a los muertos del interior de una caverna y poner al pueblo ante sus miedos, sus penas y sus remordimientos. Tras esta escena, Orestes termina matando a Egisto y a Clitemnestra y huye con su hermana para refugiarse en el templo de Apolo, siempre bajo la amenaza de las moscas. Júpiter obtendrá el arrepentimiento de Electra, pero no el de su hermano, que se irá, liberando al pueblo de sus remordimientos y de las moscas.


Desde el punto de vista temático, habría que analizar el peso filosófico y moral de esta obra. Tras la lectura de Las Moscas, podríamos establecer tres pilares fundamentales.

En primer lugar, el título de la obra constituye la primera marca de ideología sartriana. Sabemos que la ciudad de Argos se encuentra contaminada de moscas y, en lo que concierne a la puesta en escena, podríamos incluso imaginarnos un decorado sombrío y escenas ensordecedoras por el ruido de los insectos, un ambiente oscuro y agobiante. En la escena primera del primer acto, Orestes y el Pedagogo preguntan a Júpiter quién ha enviado estas moscas y por qué.

ORESTES
¿Y ellos qué han hecho?
JÚPITER
Ellos han enviado las moscas.
EL PEDAGOGO
¿Y qué tienen que ver las moscas en todo esto?
JÍPITER
Oh! Es un símbolo (…)[1]

Y, efectivamente, se trata de un símbolo. Más tarde, cuando Orestes consigue liberar su ciudad y desatar a los súbditos de la presencia de las moscas, sabemos que los insectos, personificados también en las figuras de las Erinias (las Furias), simbolizan el miedo, los remordimientos y las supersticiones a los que la gente había estado sometida.

EL PEDAGOGO
Mi señor, ¿dónde está usted? No se ve nada. Le  traigo algo de comida: la gente de Argos asedian el templo y no se le podría ocurrir salir de aquí: esta noche, intentaremos huir. Mientras tanto, coma (Las Erinias le impiden avanzar) Ah! ¿Quiénes son estas? Más supersticiones. Cómo echo de menos el dulce país de Ática, donde era mi razón quien tenía razón.[2]

En segundo lugar, el autor pone en evidencia la cuestión de la identidad, la búsqueda de sí mismo y la creación del individuo según la situación en la que se encuentra. El protagonista, personificación de la resistencia y del deber, habla de sí mismo en estos términos:

ORESTES
Nadie me espera. Voy de ciudad en ciudad, extranjero ante los otros y ante mí mismo, y las ciudades se cierran tras de mí como un agua tranquila[3].

Finalmente, habría que subrayar la importancia de los roles de poder en esta obra. Los dioses, representados por Júpiter, y los reyes, figurados por Egisto, ponen en escena el concepto de tiranía y, más aún, aquel que por cercanía a la época de creación de esta obra se refiere: la dictadura, absolutismo que despelleja las libertades y que empuja al individuo hacia la desesperación, la anulación y la alienación más profunda. En esta obra, los reyes y los dioses conocen el poder del pueblo, por eso contribuyen a su ignorancia jugando papeles absurdos en escenas que hunden al pueblo en la impotencia, el miedo y la debilidad.

JÚPITER
¿Quién crees entonces que soy? (señalando la estatua) Yo también tengo mi imagen. ¿Crees que no me da vértigo? Hace cien mil años que bailo delante de los hombres. Una lenta y sombría danza. Ellos me tienen que mirar: mientras que tengan los ojos fijos en mí, olvidan mirar en sí mismos. Si se me olvidara un solo instante, si dejara que su mirada se desviara…
EGISTO
¿Y bien?
JÚPITER
Déjalo. Eso sólo me concierne a mí. Estás cansado, Egisto, ¿pero de qué te quejas? Morirás. Yo no. Mientras haya hombres sobre esta tierra, yo estaré condenado a bailar ante ellos.[4]

Esta escena magistral muestra “la danza” perpetua de dictadores ante sus súbditos, la tiranía de aquellos que tienen el poder y que retienen el destino de los hombres entre sus manos. Sin embargo, estos soberanos temen el poder del pueblo, si éste tuviera consciencia de su papel:

JÚPITER
(…) El secreto más doloroso de los Dioses y los reyes es que los hombres son libres, Egisto. Tú lo sabes, pero ellos no lo saben.

Orestes se hará cargo de su destino, vengará la muerte de su padre y libertará a su pueblo de las supersticiones y los miedos…y de las moscas. Pero, posiblemente, será Electra la que se atreva a desvelar este secreto doloroso. La joven se muestra iconoclasta[5], insumisa, revolucionaria y defensora de su libertad y de su papel de mujer.

Sartre, por su parte, nos pone ante la contradicción humana, la lucha interna. Nos obliga a cuestionar el poder, las reglas, nuestra libertad, nuestro destino y nuestra existencia misma.

La Perra





[1] SARTRE, J-P (1943) Página 113
[2] SARTRE, J-P (1943) Página 243
[3] SARTRE, J-P (1943) Página 176
[4] SARTRE, J-P (1943) Página 201
[5] SARTRE, J-P (1943): Página 126. Acto primero, escena III.

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